De chica, a los siete u ocho años, me obsesioné con la idea de hacer gimnasia artística. Me la pasaba mirando videos en youtube de chicas australianas haciendo saltos y piruetas en los jardines de sus casas. Mis películas favoritas eran biopics de gimnastas yankees. Iba a las muestras de mis amigas que sí hacían gimnasia y las aplaudía cuando giraban en las barras paralelas o hacían algún salto complicado en la viga. Sabía los nombres de los trucos más difíciles y quiénes habían sido las gimnastas rusas en dominarlos.
La primera vez que fui a una clase de gimnasia artística, estaba en séptimo grado. Fue en un club de barrio por Cañitas, y se suponía que iba a arrancar con mi mejor amiga, pero se dio de baja; eligió ir a clases de ballet. Así que fui sola.
Nunca fui una persona conocida por su gran destreza deportiva, y lo que pasó en ese club de barrio es un recuerdo que suprimí y que no quiero volver a liberar. Podría resumir mi efímera carrera en gimnasia artística como mala: las nenas eran malas, el profesor era malo, y yo, yo era mala. Fui un mes entero, todos los martes y jueves, hasta que decidí que no estaba hecha para eso. Es feo darse cuenta de que una no es buena en algo que quiere con todo su corazón. Duele ser quien decide matar su propio sueño. No fue la última vez que me pasó.
Al año siguiente, seguí los pasos de mi amiga que me había abandonado y empecé ballet con ella. Lo que pensé cuando tomé esa decisión fue algo así como: “No soy buena en esto que me gusta mucho (llámese gimnasia artística), así que voy a buscar una actividad parecida (llámese ballet), de la cual en realidad no sé nada, y veré si eso me satisface tanto como pensé que iba a hacerlo lo otro”. Por más defectuosa que pueda considerar ahora esa lógica, tengo que admitir que obtuve resultados que no esperaba. Me fue mejor que con gimnasia artística, eso es seguro. Todos los martes y jueves, desde primer año hasta cuarto, la busqué a mi amiga por su casa, y tuvimos clase de ballet de seis y media de la tarde a ocho de la noche en el Conservatorio Fracassi. Ese nombre siempre le causó mucha gracia a mi mamá. “Se predispone a que le vaya mal”.
En gimnasia, sentía que todas, todo el tiempo, estaban mirándome cuando era mi turno, esperando para reírse de cómo no me salía la medialuna o la vertical o lo que fuera. En ballet, los errores eran asunto mío. Nadie se fijaba en dónde se equivocaba la otra; cada una estaba muy metida en sus propias falencias como para hacerlo. Algo que aprendí de esas clases, que puede ser muy motivador y muy autodestructivo a la vez, es que mi mayor competencia es mi yo de mañana. Ella siempre va a ser mejor que yo; mi misión es llegar a estar a su altura.
En las clases éramos mi amiga, la hija de la profesora, dos chicas más grandes, una madre y yo. Descubrí que soy flexible, que tengo buen empeine y fuerza en las piernas para mantenerme en puntas de pie. Al año, la profesora me dijo que ya estaba lista para pasar a las zapatillas de punta. Me recomendó que me comprara unas bien duras, porque con mi arco se me iban a quebrar muy rápido. Fue uno de los cumplidos más lindos que mi yo de 14 años podría haber recibido. ¿Yo, que hasta ese momento había sido reacia a cualquier deporte o actividad física, tenía una ventaja natural? Odié mi cuerpo mucho tiempo, pero no mis pies. Mis pies eran útiles. Mis pies me hacían potencialmente buena.
Resumo rápidamente cómo continuó mi recorrido en la danza clásica. En la pandemia, el Conservatorio cerró. Seguí tomando clases con bailarinas yankees por Instagram Live, pero no retomé de forma presencial hasta 2023, año en el que empecé a estudiar teatro musical. Continué todo el 2024. Este año todavía no volví.
Tal vez es porque todas mis compañeras que jugaban al hockey me pedían que les enseñara a hacer tombé pas de bourrées en los recreos, o porque fue la primera vez que sentí que mi cuerpo podía tener gracia y belleza, o porque podía aguantar el dolor de estar en puntas de pie toda una clase, pero el ballet se volvió una parte intrínseca de quien soy. Atraviesa toda mi vida, con su rigidez y su estructura; con su gentileza y sus colores pastel; con sus calambres y frustraciones. Nunca me consideré buena bailarina. Pienso que puedo ser desprolija y espástica, y que soy muy alta para alguna vez hacerlo de manera realmente excelente. Pero, con mis defectos y todo, encuentro en el ballet algo muy mío. Algo que está no solamente cuando bailo yo, sino también cuando veo bailar a otros. El año pasado, fui con un amigo a ver La Bella Durmiente en el Colón. Tuve un pensamiento durante las tres horas que duró la función: es un privilegio ser testigo de lo que un humano puede hacer con su cuerpo.
El ballet está siempre latente. Me acompaña cuando camino por la calle y cuando me siento en el teatro. Está cuando tengo que hacer puntas de pie para agarrar una taza de un estante muy alto, y cuando me hago un rodete. Me espera. Y siento como me recibe con un abrazo cada vez que vuelvo a agarrarme de una barra.